Mi pacifismo es un sentimiento instintivo, un sentimiento que me do-
mina porque el asesinato del hombre me inspira profundo disgusto. Mi
inclinación no deriva de una teoría intelectual: se funda en mi profunda
aversión por toda especie de crueldad y de odio.
Sólo una vida vivida para los demás vale la pena.
Creo en el Dios de Spinoza, que es idéntico al orden matemático del
universo. No creo en un Dios que se preocupe por el bienestar y los
actos morales de los seres humanos.
La guerra [la ciencia aplicada] nos ha proporcionado los medios para
envenenarnos y mutilarnos mutuamente. La paz ha tornado nuestra
vida llena de prisa e inseguridad; ha convertido a los seres humanos en
esclavos de las máquinas, esclavos que realizan con disgusto el monó-
tono trabajo de todos los días.
Estamos preocupados no sólo con el problema técnico de asegurar y
consolidar la paz, sino también con la muy importante tarea de la ense-
ñanza y la ilustración. Si queremos resistir a los poderes que amenazan
con suprimir la libertad intelectual, debemos tener presente lo que está
en juego y lo que representa esa libertad que nuestros antepasados
ganaron para nosotros tras duras luchas. Sin tal libertad no hubiera
existido ningún Shakespeare, ningún Goethe, ningún Newton, ningún
Faraday, ningún Pasteur, ningún Lister.
Que todo hombre sea respetado como individuo y ningún hombre ido-
latrado.
El antagonismo de los intereses económicos en el interior de las nacio-
nes y entre ellas mismas es responsable, por cierto, y en gran medida,
de la peligrosa y amenazadora situación que hoy existe en el mundo.
Tenemos que erigir puentes espirituales y científicos que unan a las
naciones. Debemos superar los horribles muros de las fronteras nacio-
nales.
En mi larga vida he aprendido una cosa: que toda nuestra ciencia,
comparada con la realidad, es primitiva e infantil y que, a pesar de todo
es lo más valioso que tenemos.
Las creaciones de nuestra mente deberían ser una bendición, no una
maldición para la humanidad.
Son pocos los seres humanos capaces de expresar con ecuanimidad
opiniones que difieran de los prejuicios de su contorno.
Como alumno no fui ni muy bueno ni muy malo. Mi punto débil era mi
mala memoria, sobre todo cuando había que memorizar palabras y
textos.
Prefería soportar todos los castigos antes que aprender maquinalmente
y de memoria.
Me parece que la idea de un Dios personal es un concepto antropológi-
co, que no puede tomarse en serio.
Nadie puede ser obligado a pertenecer a una comunidad religiosa.
Gracias a Dios eso es cosa del pasado.
Es muy frecuente que los hombres piensen con terror en la muerte. Es
uno de los medios de que se vale la naturaleza para mantener la vida de
la especie. Desde un punto de vista racional este terror carece de justi-
ficación alguna, pues quien haya muerto o no haya nacido todavía no
puede padecer ningún accidente. En síntesis, es un terror estúpido, pero
inevitable.
Uno de los motivos más fuertes que lle-
van al hombre al arte y a la ciencia es la huida de la vida cotidiana, con
su dolorosa brutalidad y su desesperada monotonía, de la esclavitud a
los propios deseos, en continuo cambio. Una persona de buen carácter
quiere huir de la vida subjetiva al mundo de la percepción y del pen-
samiento objetivo; este deseo puede compararse con la nostalgia que
impulsa al hombre de ciudad a cambiar su entorno bullicioso y estre-
cho por las altas montañas, donde la vista divaga por el aire puro y
plácido, y localiza complacida los contornos tranquilos, los cuales
parecen construidos para la eternidad.
Mi sentido apasionado de la justicia y de la responsabilidad social ha
estado permanentemente en claro contraste con mi escasa necesidad de
contacto con otros seres humanos y comunidades. Soy en verdad un
viajero solitario y nunca he entregado todo mi corazón a mi país, a mi
casa, a mis amigos, ni siquiera a mi familia más inmediata. Ante todos
estos vínculos he conservado una sensación de distancia y una necesi-
dad de soledad, sentimiento que aumenta con los años.
Es curioso, pero cuando envejecemos perdemos la íntima identifica-
ción del ahora y el aquí; nos sentimos trasladados al infinito, más o
menos solitario, sin esperanza ni miedo, como simples observadores.
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