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viernes, 29 de julio de 2011

JUSTICIA DE LAS AFLICCIONES



La compensación que Jesús promete a los afligidos de la Tierra, no puede tener
lugar sino en la vida futura; sin la seguridad del porvenir, esas máximas no tendrían sentido,
o serían, mejor dicho, un engaño. Aún con esta certeza difícilmente se comprende la
utilidad de sufrir para ser feliz. Se dice que se hace para tener más mérito; pero entonces se
pregunta uno: ¿Por qué los unos sufren más que los otros? ¡Por qué los unos nacen en la
miseria y los otros en la opulencia, sin haber hecho nada para justificar esta posición? ¿Por
qué a los unos nada les sale bien, mientras a los otros todo parece sonreírles? Pero lo que
aún se comprende menos es el ver los bienes y los males tan desigualmente distribuidos
entre el vicio y la virtud, y ver a los hombres virtuosos sufrir al lado de los malos que
prosperan. La fe en el porvenir puede consolar y hacer que se tenga paciencia; pero no
explica esas anomalías que parecen desmentir la justicia de Dios.
Sin embargo, desde que se admite a Dios no se le puede concebir sin que sea
infinito en perfecciones; debe ser todo poder, todo justicia, todo bondad, sin lo cual no
sería Dios. Si Dios es soberanamente bueno y justo, no puede obrar por capricho ni con
parcialidad. Las vicisitudes de la vida tienen, pues, una causa, y puesto que dios es justo,
esta causa debe ser justa. Todos deben penetrarse de esto. Dios ha puesto a los hombres en
el camino que conduce a esta causa por medio de la enseñanza de Jesús, y juzgándoles hoy
en buena disposición para comprenderla, se revela completa por medio del Espiritismo, es
decir, por la voz de los Espíritus.
Las vicisitudes de la vida son de dos clases, o si se quiere, tiene dos orígenes muy
diferentes que conviene distinguir: las una tienen la causa en la vida presente, y las otras
fuera de esta vida.
Remontándonos al origen de los males terrestres, se reconocerá que muchos son
las consecuencia natural del carácter y de la conducta de aquellos que los sufren.
¡Cuántos hombres caen por su propia falta! -¡Cuántos son víctimas de su
imprevisión, de su orgullo y de su ambición!
¡Cuántas personas arruinadas por la falta de orden, de perseverancia o por no
haber sabido limitar sus deseos!
¡Cuántas uniones infelices, porque solo son cálculo del interés o de la vanidad, y
en las que nada entra el corazón!
¡Cuántas disensiones y querellas funestas se hubieran podido evitar con más
moderación y menos susceptibilidad!

¡Cuántos males y enfermedades son consecuencia de la intemperancia y de los
excesos de todas clases!
¡Cuántos padres son desgraciados por sus hijos porque no combatieron las malas
tendencias de éstos en su principio! Por debilidad o indiferencia han dejado desarrollar en
ellos los gérmenes del orgullo, del egoísmo y de la torpe vanidad que secan el corazón, y
más tarde, recogiendo lo que sembraron, se admiran y se afligen de su falta de diferencia y
de su ingratitud.
Pregunten fríamente a conciencia a todos aquéllos que tienen herido el corazón
por las vicisitudes y desengaños de la vida; remóntense paso a paso al origen de los males
que les afligen, y verán como casi siempre podrán decirse: si yo hubiese o no hubiese hecho
tal cosa, no me encontraría en tal posición.
¿A quién debe, pues, culparse de todas estas aflicciones, sino a sí mismo? Así es
como el hombre, en gran número de casos, es hacedor de sus propios infortunios, pero en
vez de reconocerlo, encuentra más sencillo y menos humillante para su vanidad, acusar a la
suerte, a la Providencia, a la falta de oportunidades, a su mala estrella, siendo así que la mala
estrella es su incuria.
Los males de esta clase seguramente forman un contingente muy notable en las
vicisitudes de la vida; pero el hombre los evitará cuando trabaje para su mejoramiento
moral tanto como para su mejoramiento intelectual.
La ley humana alcanza a ciertas faltas y las castiga; el condenado puedes pues,
decir que sufre la consecuencia de lo que ha hecho; pero la ley no alcanza ni puede alcanzar
a todas las faltas; castiga más especialmente aquellas que causan perjuicio a la sociedad y no
aquellas que sólo dañan a los que las cometen. Sin embargo, Dios quiere el progreso de
todas las criaturas; por esto no deja impune ningún desvío del camino recto; no hay una
sola falta, por ligera que sea,, una sola infección a su ley, que no tenga consecuencias
forzosas e inevitables, más o menos desagradables; de donde se sigue que, tanto en las
cosas pequeñas como en las grandes, el hombre es siempre castigado por donde ha pecado.
Los sufrimientos, que son su consecuencia, le advierten e que ha obrado mal, le sirven de
experiencia, le hacen sentir la diferencia del bien y del mal y la necesidad de mejorarse para
evitar en lo sucesivo, lo que ha sido para él origen de pesares; sin esto no hubiera tenido
ningún motivo para corregirse; confiando en la impunidad, retardaría su adelanto, y por
consiguiente su felicidad futura.
Pero la experiencia viene un poco tarde, cuando la vida está gastada y turbada,
cuando las fuerzas están debilitadas y cuando el mal no tiene remedio. Entonces el hombre
se pone a decir: si al principio de la vida hubiese sabido lo que sé ahora, ¿Cuántos pasos
falsos hubiera evitado! ¡Si tuviera que recomenzar, me conduciría de muy distinto modo,
pero ya no ay tiempo! Así como el operario perezoso dice: he perdido mi día; él también
dice: he perdido mi vida; pero así como para el obrero el sol sale al día siguiente y empieza
un nuevo día que le permite reparar el tiempo perdido, también para él, después de la
noche de la tumba, resplandecerá el sol de una nueva vida en la que podrá valerle la
experiencia del pasado y sus buenas resoluciones para el porvenir.
Pero si bien hay males cuya primera causa es el hombre en esta vida, hay otras a
los que es extraño enteramente, al menos en apariencia, y que parecen herirle como por una
fatalidad. Tal es, por ejemplo, la pérdida de los seres queridos y de los que son el sostén de
la familia; tales son también los accidentes que ninguna previsión puede evitar; los reveses
de la fortuna que burlan todas las medidas de la prudencia; las plagas naturales, las
dolencias de nacimiento, particularmente aquellas que quitan al infeliz los medios de
ganarse la vida con su trabajo, las deformidades, el idiotismo, la imbecilidad, etc.
Los que nacen en semejante condiciones, seguramente no han hecho nada en esta
vida para merecer una suerte tan triste, sin compensación y que no podían evitar; que están
en la imposibilidad de cambiarla por sí mismo y que les deja a merced de la conmiseración pública. ¿Por qué pues, tantos seres infelices, mientras que a su lado, bajo un mismo techo,
en la misma familia, hay otros favorecidos en todos los conceptos?
¿Qué diremos, en fin, de esos que mueren en edad temprana y que no conocieron
de la vida más que el sufrimiento? Problemas que ninguna filosofía ha podido aún resolver,
anomalías que ninguna religión ha podido justificar y que serían la negación de la bondad,
de la justicia y de la providencia de Dios, en la hipótesis de que el alma es creada al mismo
tiempo que el cuerpo, y que su suerte está irrevocablemente fijada después de una estancia
de algunos instantes en la Tierra. ¿Qué han hecho esas almas que acaban de salir de las
manos del Creador para sufrir tantas miserias en este mundo, y para merecer en el porvenir
una recompensa o un castigo cualquiera, cuando no han podido hacer ni bien ni mal?
Sin Embargo, en virtud del axioma de que todo efecto tiene una causa, esas
miserias son efectos que deben tener una causa; y desde el momento en que admitamos un
Dios justo, esa causa debe ser justa, luego, precediendo siempre la causa al efecto, y puesto
que aquélla no está en la vida actual, debe ser anterior a esta vida, es decir, pertenecer a una
existencia precedente. Por otra parte, no pudiendo Dios castigar por el bien que se ha hecho ni por el mal que se ha hecho, si somos castigados, es que hemos hecho mal, si no lo
hemos hecho en esta vida, lo habremos hecho en otra. Esta es una alternativa de la que es
imposible evadirse, y en la que la lógica dice de qué parte está la justicia de Dios.
El hombre pues, no es castigado siempre o completamente castigado, en su
existencia presente; pero nunca se evade a las consecuencias de sus faltas. La prosperidad
del malo sólo es momentánea y si no se expía hoy, expiará mañana, mientras que el que
sufre, sufre por expiación de su pasado. La infelicidad que en un principio parece
inmerecida, tiene su razón de ser, y el que puede decir siempre: “Perdóname Señor, porque
he pecado”.
Los sufrimientos por causas anteriores, son, a menudo, como los de las faltas
actuales, consecuencia natural de la falta cometida; es decir, que por una justicia distributiva
y rigurosa, el hombre sufre lo que ha hecho sufrir a los otros; si ha sido duro e inhumano,
podrá a su vez ser tratado con dureza y con inhumanidad; si ha sido orgulloso, podrá nacer
en una condición humillante; si ha sido avaro y egoísta, o si ha hecho mal uso de su
fortuna, podrá carecer de lo necesario; si ha sido mal hijo, los suyos le harán sufrir, etc.
Así es como se explican, por la pluralidad de existencias y por el destino de la
Tierra como mundo expiatorio, las anomalías que presenta la repartición de la felicidad y la
infelicidad entre los buenos y los malos en la Tierra. Esta anomalía sólo existe en
apariencia, porque se toma su punto de vista desde la vida presente; pero si no se eleva con
el pensamiento de modo que pueda abrazar una serie de existencias, verá que a cada uno se
le ha dado la parte que merece, sin perjuicio de la que se le señala en el mundo de los
espíritus, y que la justicia de Dios jamás se interrumpe.

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